Estaba un día frente a un molino de viento, en un lugar perdido, con la barba crecida, los cabellos despeinados por el viento y un sol de verano en la puesta, con la noche por delante y, al menos en ese momento, con veinte dudas menos pero supeditado al tiempo, si al menos un lapso finito porque tiempo –al menos en mi comprensión – sigue habiendo. Y justo cuando este recuerdo comienza a desvanecerse, surge uno más ligado por el trazo de un momento y una pincelada de sentimiento.
También me viene a la mente el recuerdo de largas caminatas por la ciudad, de mis escapadas a un Colegio Mayor, del jardín de la Escuela Diplomática y de una definición del principio de subsidiariedad, del libro que leí sin comprar en una tienda y de una revista que compré pero que no leí. De un encuentro en Callao y de mis aventuras en Moncloa, de las manchas de arcilla de la Facultad de Bellas Artes y de un lugar cuyo nombre siempre me intrigó, el Paraninfo. Aunque se límite a una sola urbe, no es la única sino muchas: en la que me perdí, la del chorro de agua, el hogar de los aros, la de las montañas de colores, la de los ríos en el hemisferio sur, la isla, y esa que nostálgica me recibió con una lluvia diluvial y una estupenda comida, y finalmente, no debo olvidar, esa que está al final del Camino.
Me gusta recordar porque nadie mejor que yo lleva el registro de su propia historia ni la ha vivido con tal libertad, al menos todo eso a sabiendas mías.
Justo también recordaba lo tanto que extraño escribir como lo hacía en mis recuerdos.