Arte es un acto. Crear así, sin mayor palabra. El arte se hace y no se intenta. Al menos quienes han trascendido a través de sus obras nos lo demuestran. Hay espontáneos que lo intentan pero no dejan de ser efímeros y así son recordados, salvo por quienes pagaron su elevado precio en alguna galería. Ciertamente, el único defecto del arte es que se convierte en mercancía; y como un bien, forma parte de un mercado donde el valor es determinado por quien lo posee. Y su comprensión, igualmente, es limitada y no puede estar en boca de todos ni bajo dominio de uno, colocarlo en medio de ambas tendencias es de lo más complicado pues siempre tiende hacia una de ellas en su interpretación.
Se desdeña al decir que es sólo un símbolo al servicio de su tiempo. Nada más falso, pues trasciende su tiempo y espacio, porque ese es justamente su sentido y si no lo hiciera, no lo sería. La contemplación y crítica debe apegarse a sus principios, destacando lo perenne y no lo que estrictamente “obedece a su tiempo”. Es un acto de contrición y reconciliación. Es la verdadera experiencia estética y el verdadero llamado de la belleza: en la forma, en el color, en el vacío, en su significado y en la obscuridad. No siempre es medida del hombre porque casi siempre lo rebasa y termina subordinando un nombre a su extensión. También es lo incomprensible. No tiene sentido de justicia, sólo un principio de realización. No es forzado ni estructurado pero si obedece a cánones – bueno, no como una condición a priori – aunque si como base de la que parte. Interpreta una realidad y también la deforma, ironiza, refleja pero finamente la deforma: lo bello no es más que una proyección magnificada de nuestra condición humana, y justamente esta es la razón por la que no todos están llamados a figurar si quiera un esbozo de algo que pudiera llamarse Arte.