Estamos en la víspera de las fiestas patrias, en menos de tres semanas las principales plazas de cada ciudad, municipio y pueblo se pintarán con los colores nacionales. Un año después de haber celebrado el Bicentenario de la Independencia, aún se vive la resaca de tan grande celebración: obras inacabadas, un agotamiento de recursos y la severa crítica en medio de una crisis económica, las figuras de un magno desfile hoy se encuentran abandonadas en algún rincón de la ciudad tanto como en el recuerdo de los habitantes de este país.
¿Por qué? Quiero pensar que los procesos históricos se explican como una justificación al presente, se presentan héroes y villanos, sucesos relevantes y de hombres intachables. El mirador de la historia muestra un amplio panorama, casi un paisaje pintado con los colores del patriotismo, la justicia y la igualdad; sin embargo, al mirar sus detalles podremos ver trazos defectuosos, imperfecciones y omisiones que escapan a la vista del espectador, sin considerar la hipotética existencia de un boceto sucio, descuidado y corregido por más de una mano. El pueblo de México; es decir, la ciudadanía, son un actor destacado pero nunca activo en la escena histórica. ¿Me equivoco?
La historia mexicana fuera de los libros de textos es terrible: No hay héroes ni próceres, sólo hombres que más o menos con ideas buscaban el poder. Y visto así, la sociedad sólo fue el caudal que facilitaba la navegación de uno y otro proyecto político. Realmente no hay un momento de la historia en el que la sociedad haya influido decididamente el curso de la historia, es posible que en las dos últimas décadas del siglo XX hayamos observado un cambio, pero son muestras tímidas y que rápidamente se diluyeron en el vaivén político de nuestro sistema –ni siquiera el Movimiento de 1968 o el Ejército Zapatista de Liberación Nacional produjeron cambios significativos. Estamos cegados a contemplar estatuas y figuras de hombres que se ganaron un lugar en la historia pero sin saber realmente las razones que los llevaron ahí.
Los ciudadanos hemos sido y seremos carne de cañón. Sí, y no lo dudo. Como aquella pintura de Siqueiros o de O’Gorman en donde se vislumbra una conglomeración de hombres, armas, consignas y sombreros detrás de un caudillo, nos mantenemos así hoy: observando la historia desde la ventana de nuestra televisión o computadora, en lugar de machete llevamos un móvil. A pesar de vivir una serie de inconsistencias y quejarnos repetida y dolorosamente, terminamos siendo seducidos por las campañas publicitarias que los políticos despliegan a costa de nuestro trabajo y los recursos que emergen del gasto público, entonces nos utilizan porque sólo así y en masa funcionamos: para twittear, manifestarnos y seguir modas, para todo excepto para ser críticos y tener el valor de mostrar nuestro descontento en las urnas. No hemos sido capaces de generar un juicio propio, esperamos todo de los políticos sin hacer nada por nuestra propia iniciativa, así nos hemos acostumbrado a mirar la ilegalidad, la corrupción y el crimen como algo cotidiano y tan –tristemente insistimos– propio de nuestra cultura nacional. Somos víctimas de la historia pero también somos unos apáticos.