Así es, así lo escribo. No basta mucha experiencia ni ir muy lejos para darse cuenta que es una verdad casi absoluta e inherente a todo aquel que se jacta de ser mexicano. Perdonen ustedes si en algo se parece éste título al que utilizó Fernando Sanchéz-Dragó, las verdades duelen y también incomodan.
Parece mentira si lo digo yo, pero comprueben y verán. Pocas cosas nos unen tanto como mexicanos y una de ellas es justamente hablar mal de lo que somos y quejarnos de todo aquello que tenemos en nuestro país. Nadie como la raza de bronce para ponernos el propio dedo en la llaga y sólo eso ya duele. Quizás el sólo hecho de escribir estas líneas ya me pone en el supuesto de ser de los nuestros.
Pero si no fuera por este distintivo, fuera de ponernos la camiseta de la selección cada torneo importante o aburrido, dar el grito y promover las maravillas de la comida mexicana o enorgullecernos, con desconocimiento de causa, de la cultura nacional, ¿qué es lo que nos hace mexicanos?
Concienzudamente la pregunta ha sido respondida frecuentemente. Intelectuales: antropólogos, historiadores, filósofos, escritores; o el imaginario colectivo personificado en comediantes o abstracciones caricaturescas y demás ingenios sin encontrar una precisa y adecuada contestación. Es más fácil saber lo que no somos y ante la negación nos afirmamos como algo y lo tomamos como bandera. De momento, no es asunto mío definir ni mucho menos confundir así que tomare la cómoda tangente y seguiré escribiendo.
Será que habré leído una columna ya hace tiempo que me llamó mucho la atención y también que últimamente pienso en los mexicanos que he visto en el extranjero. Lo cierto es que el comportamiento de muchos mexicanos en el extranjero suele ser errático, sean turistas o aliens semipermanentes, impulsivo y con una fuerte tendencia a un nacionalismo fatuo y tan pintoresco, que se aproxima de lo falso a lo primario (por no decir corriente). Aunque, honestamente, diré que me he tardado mucho en escribir sobre ello y ya desde cuando quería tocar el tema y si era posible hurgar en él tanto como fuera posible pero mis otras actividades en la frivolidad del mundo de carne y piedra me han tenido preso del encanto de algunas cuantas anónimas bien conocidas.
Un hecho concreto es que nuestra eterna nostalgia en la distancia, cuesta y vale mucho. Será por eso que se ha vuelto un negocio lucrativo poner un pasillo de comida mexicana en ciertos almacenes fuera de México en donde se pueden comprar salsitas y menjurjes a precio de ojo de la cara, al tiempo que nos enorgullecemos del mexicanismo chamoy ¿alguien sabe exactamente de donde salió?. No contentos con ello, insistimos en poner salsa y rodajas de jalapeño a las crêpes au jambon en Boulevard Saint-Michel. Y si por honores patrios en pleno 15 de septiembre, nos invitan a la casa del Embajador y muchos de nuestros compatriotas bien patriotas, desconocen buena parte del himno nacional.
Y no es que seamos en función de lo que negamos ser o lo que nos diga una compleja red de silogismos en forma de un sistema filosófico de razonamiento. Ni siquiera aquello que en historia se nos ha dicho tan insistentemente o los símbolos que nos representan. Lo único cierto es que como mexicanos debemos pasar el estadio de un orgullo basado en el desconocimiento y lo superficial. Sobre todo si somos jóvenes.
¿Recuerdan cuando el prestigio de una farmacia en la colonia no se media por el surtido de medicamentos que hay en ella, sino por cuantas maquinitas tuviera su local?